Versiones para la infancia

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Elsa Aguiar escribió en su blog Editar en voz alta un artículo, de lectura obligada, titulado: Cinco cosas que no es la literatura infantil y juvenil. Dentro de esas cinco sabias verdades, la número cuatro siempre es una constante que llega a ser insoportable:

Literatura infantil y juvenil no es lo mismo que pedagogía. Y esto es importante, porque, a pesar de que, de palabra, todos —autores, editores, mediadores…—  lo tenemos más o menos claro, lo de la “literatura”  con intención (moralizante,  educativa…), parece que nos tienta más de la cuenta.

Nadie niega que haya momentos para leer Teo en el Zoo, Mi primer día de cole, El osito tiene un nuevo hermanito, Mis dos mamás, ¿Cuántos colores ves en la calle? o ¿Por qué papá lee a Juan Manuel de Prada? Pero a veces parece que el hecho de que niños y niñas puedan llegar a pasar una hora entera sin aprender algo, simplemente entreteniéndose, es una idea terrorífica, un momento desaprovechado.

En la literatura juvenil pasa tres cuartos de lo mismo, casi no hay una novela juvenil cuya trama principal no se centre en la anorexia, el maltrato, las drogas, el fracaso escolar, el acoso escolar o el embarazo juvenil; lo malo no es que un autor quiera contar la historia de una adolescente embarazada, lo malo es que sienta la necesidad de enseñar con esa historia; en otras palabras, no quiere contar la historia de «Lula, la adolescente que se quedó embarazada y no quiso contárselo a sus padres», quiere contar una historia de embarazos juveniles y después aparece «Lula». Y quizás le toca una de embarazo juvenil, porque seis meses antes ya publicó una de acoso escolar. No significa esto que no se deba nunca escribir con un fin pedagógico, ni que esté mal anteponer el tema a la historia (pienso en buenos libros como los diarios de Carlota de Gemma Lienas); creo que todos somos adultos y entendemos esto (sé que yo soy adulto porque las novelas que escriben para mí no intentan explicarme por qué tengo que pagar impuestos, el divorcio,  o el pitoste de la franja de Gaza; solo me cuentan historias de gente que vive situaciones relacionadas con esos temas).

De esto sacaríamos un corolario (a esto iba yo) para casos no muy frecuentes, pero no por ello menos irritantes, que son las adaptaciones de obras que no son para la infancia, al público infantil. Casos como La biblia para niños, Óperas para niños, o el máximo exponente de esta obsesión, El Quijote para niños en sus doscientas formas.

El caso del Quijote es fascinante y se justifica de dos maneras, una es que una obra tan maravillosa como El Quijote puede servir para adentrar a los niños en la lectura; y la otra es que la versión aguada y destrozada del Quijote puede servir para que los niños aprendan a temprana edad a amar esa gran obra que es el Quijote.

No sé qué justificación es más absurda, ¿qué problema hay en que los niños entren a la lectura con una obra infantil de verdad? ¿Una obra grandiosa, destrozada y miniaturizada, sigue siendo grandiosa? ¿Quitarle los matices, pero destripar toda la trama a una obra no será contraproducente para que alguien la quiera leer en el futuro?

Si cualquiera de las dos justificaciones es buena, propongo que extendamos esto al resto de obras que a los adultos nos gustan. Sugiero una colección que pronto saldrá, en formato digital, claro, a  la venta. Pretende acercar las grandes obras de la literatura a los niños y que así se animen a leer.

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